miércoles, 18 de marzo de 2009

BOLIVIA: ¿POR QUÉ DIALOGAR?



La objeción al diálogo no es un simple cálculo político. Se trata, más bien, de la negación de la política. Porque, después de la política, ¿qué viene? Sólo el enfrentamiento. La lección de la masacre de Pando ya no es lección para aquel que no sabe aprender algo elemental: si no hay diálogo hay guerra. El reacio a dialogar es aquel que no sabe sino imponer, por eso el diálogo es, según este, perder tiempo. Su único tiempo posible es el tiempo de los business. El tiempo humano del diálogo (nada fácil y, por ello mismo, sumamente humano) no le atrae. Su lógica consiste exclusivamente en ganar; pero en el enfrentamiento, a la larga, nadie sale ganando. Es precisamente esto lo que no puede percibir, pues en su mentalidad sólo hay lugar para lo inmediato, para la ganancia inmediata. Pero la política no se mide por lo inmediato, porque en la política lo que se juega son vidas humanas y la vida humana no se mide por el beneficio inmediato de la ganancia particular (donde uno gana si otro pierde) sino en aquello que se denomina bien común. La política sólo tiene sentido en esos términos, por eso le es consustancial la democratización de las decisiones. Mientras más se recorte el espacio de las decisiones más se recorta la política. Por eso un dialogo verdadero es un dialogo democrático. Lo otro es la imposición fácil pero fatal de las armas. Ese es el estado que añora el que rehuye el diálogo: mientras menos diálogo mayor posibilidad de imposición.

La lógica de la imposición surge cuando se devalúa absolutamente al oponente; cuando éste queda reducido al desprecio total, queda a merced exclusivo del odio. Allí, por supuesto, no hay posibilidad de diálogo; pero la imposibilidad no proviene del reducido sino del que reduce. La negación del diálogo es, en última instancia, la asunción de la confrontación como irreconciliable: el otro queda reducido a enemigo, su libertad es amenaza de mi libertad, su felicidad es peligro para mi felicidad. La instrumentalización de las relaciones conduce a este callejón sin salida: una mentalidad que provoca oposiciones sin reconciliación posible.

La negativa al diálogo no es producto de un cálculo sino la consecuencia de una racionalidad irracional. Porque la negativa no es una negativa ilógica. La lógica que despliega es una lógica del encubrimiento; es toda una estrategia instrumental, que hace de la razón un instrumento de la guerra, por eso se hace irracional, porque, en definitiva, al proponer sólo el enfrentamiento, acaba también con la razón. Por eso no dialoga, porque se concibe absoluta, cuyo único criterio de verdad radica en ella misma; es tautológica, auto-referente. Por ello el diálogo es lo que menos persigue sino algo que más bien evita. No sale nunca de sí misma, ni pone nunca en duda sus propias certidumbres (irracionales, como el racismo); así se amputa toda posibilidad, ya no sólo de aceptar otra palabra, sino de escuchar siquiera lo que tiene que decir el otro.

Por eso ya no juega dentro de los márgenes de la política. Su campo es el campo de la guerra. La política es sólo el pretexto para sus imposiciones. Esta mentalidad es el prototipo del despotismo, y es adonde se devuelve aquel que nunca ha tenido ni tendrá pretensión honesta de verdad. Por eso no dialoga. Quien dialoga es quien está dispuesto a escuchar, incluso a poner en duda sus propias certidumbres. Pues acepta el diálogo aquel que reconoce la dignidad del adversario; en este reconocimiento se hace posible la paz y la fraternidad; la política es posible, porque lo que se pone en consideración son argumentos, de modo que la verdad, como búsqueda común, reafirma la comunidad, porque la verdad no es propiedad de nadie sino asunto de todos. La honestidad y la sinceridad, componentes irrenunciables en todo diálogo, son sólo posibles en ese escenario (donde hasta la discusión reúne, pues la falta de ésta provoca los malentendidos). La separación y la división y el consiguiente aniquilamiento, provienen más bien de la negación del uso argumentativo de la razón. Lo que viene es el tiempo de la guerra. La razón de guerra ya no produce comunidad sino la destruye. Ya no hay pretensión de verdad, la pretensión es ahora de dominio; todo discurso es pura retórica instrumental: no busca la comunicación sino la imposición, es decir, no busca comunicar la verdad (que es intersubjetiva) sino imponer por la violencia el pensamiento único.

Aparece el maniqueísmo. No hay lugar para la reconciliación. Se trata de una confrontación absoluta que se asume como lucha de vida o muerte. Es la lógica del asesino, que concibe su vida como la muerte de los demás; que prefiere terminar con todo antes de perder algo. Esa es la lógica de quien no quiere el diálogo; que muestra su intransigencia a toda escala. Por ejemplo, los dirigentes del transporte: justifican la subida de las tarifas en la subida de precios. Pero una subida de las tarifas repercute inmediatamente en una nueva alza de los precios. De modo que se produce una espiral nefasta que nunca acaba, y que no la pagan precisamente los responsables de ello sino siempre los pobres, los afectados reales de este tipo de intransigencias. La solución está siempre en escuchar a todas las partes, en democratizar las alternativas, en abrirse a otras opciones. Pero la intransigencia no escucha razones, sólo busca imponer, descargar en otro las
desgracias que provocan mis beneficios inmediatos.

La misma ceguera proviene de los prefectos. Queriendo destruir al gobierno lo que logran a la larga es su propia destrucción. Asesinato es suicidio. No hay uso impune de la violencia. La guerra no genera nunca legitimidad sino que destruye toda legitimidad. Ahora las autonomías les resulta despreciable a los autonomistas, porque nacieron con rostro indio y con la generosidad del occidente colla. Ahora sí es posible esta conjunción: Estado plurinacional y autonomías. Para ello, era preciso desmontar la bandera autonomista de la oligarquía y llevarla al laberinto en que se encuentra hoy; era necesario mostrar su carácter separatista, racista y antinacional, para ahora resemantizar la autonomía (en plural) como lo que originalmente constituyó una real democratización del poder: descentralización político-administrativa. La cual tenía que ser atravesada, para una real democratización, por el contenido indígena de la autonomía. Ahora que la oligarquía ya no puede escudar en la autonomía sus pretensiones, entonces optan por la negativa, y se rehúsan a aceptar la realidad de las autonomías. Porque para la mentalidad feudal de los patrones del oriente, aceptar una real democratización del poder significa compartir el poder con sus siervos, es más, en el largo plazo, significará merecer el poder, ya no asaltarlo.

Por eso dicen no en su chantaje. La imposición es obvia. Sólo aseguran su presencia si todo el país se somete a sus estatutos (copiados entre cuatro paredes, demostrando su incapacidad centenaria, sin consultar nunca a los afectados); pero si aceptamos aquello entonces no hay siquiera razón para nada. Aceptar sus estatutos es desconocer el gobierno legítimamente establecido, la unidad del país y el sentido de nación. Entonces, ¿qué sentido tienen dialogar? Decía bien el canciller Choquehuanca: ceder es entender. Pero el que no quiere entender nunca cede. Es aquel que permanece atrapado en la decrepitud de un sistema que se desmorona, económica, política y moralmente, por eso su respuesta es irascible, porque en ella se expresa la ceguera y la sordera del que no comprende el acontecimiento creador que sucede y, por ello mismo, busca sólo destruirlo. Es esa lógica, la que desencadena esa suerte de aporías que nos conducen al enfrentamiento absoluto. La mentalidad que generó la masacre de Pando es la misma que ahora se resiste al único modo racional de superar las contradicciones: democráticamente.

¿Dónde se evidencia esta lógica que penetra, no sólo la política, sino todas las relaciones humanas? Se trata del nuevo poder que emerge en la era de la ciencia y la tecnología, la era del desarrollo y del progreso incuestionable, pero la era también del mayor atropello a la humanidad y al planeta. Los costos de aquel desarrollo y aquel progreso, son la evidencia empírica de un modelo irracional que contamina ahora la subjetividad humana. Esta última contaminación la realizan los medios de comunicación. Se trata de una basura tóxica que contamina, ya no el hábitat humano sino nuestras propias conciencias.

Las basuras tóxicas no pueden reciclarse. Algo similar puede decirse de la telebasura, pero con un aditamento: no sólo produce contaminación sino adicción. La contaminación es moral, porque se trata de un rapto de la verdad. La primera constatación de ese rapto es la mercantilización de la verdad: cuando todos los ámbitos de la vida se mercantilizan, hasta la verdad se vende. La adquisición la mide el dinero, de modo que sólo los ricos poseen la verdad; por eso acaparan medios y, en nombre de la libertad de expresión, se otorgan un derecho que priva de derecho a los demás. Se trata del derecho que otorga el dinero. Derecho que se transforma en poder: el dueño de la verdad decide qué hacer con ella. Poseer la verdad tiene entonces una última finalidad: ganar más. El propósito de la verdad no es entonces la verdad sino la ganancia: el incremento de dinero y de poder.

Pero el poder no es una ganancia cualquiera sino aquello que asegura la ganancia. Es cuando la telebasura se vuelve mediocracia. La basura se vende, y muy caro; pero lo más caro es limpiar esa basura, porque es una basura (al modo de los alimentos tóxicos) que deforma nuestra conciencia. Cuando se rapta la verdad se rapta el derecho a la verdad. Pero esto, que podría producir lógicamente su negación, es aplacada por la toxicomanía mediática que se produce: se adormece la conciencia y se la hace dependiente de los sentidos que produce la telebasura. Se democratiza un enviciamiento que genera dependencia crónica: los medios no sólo regulan los gustos sino la opinión. Por eso, la mediocracia no sólo consiste en el poder económico de los medios sino en el poder de generar y controlar la opinión pública. Esto es poder político. La opinión pública es opinión fabricada. La potestad la tienen los medios; si ellos pueden hacer y deshacer la realidad, también pueden hacer y deshacer la verdad. Frente a este poder, la sociedad se halla indefensa. Los medios pueden atropellar todos los derechos posibles, en nombre del derecho que asumen, de modo unilateral, como dueños de la verdad.

En nombre de la verdad mienten, en nombre de la libertad someten todas las libertades, en nombre de la comunicación se busca efectos premeditados. Si hubiese legislación sobre crímenes morales, los medios estarían en el ojo de la tormenta. Pero la misma moralidad se halla comprometida en esta deformación social producto del poder de los medios. Se podría argüir que todo es cuestión de elección, pero ¿qué elección puede existir cuando la misma posibilidad de elegir se anula? La opinión pública encuentra en la telebasura la razón de sus opciones, aunque fuera de ella no tiene opción alguna. La supuesta libertad es negación de libertad, pues el control de la opinión es control de la libertad misma.

La libertad es siempre opción, pero en razón no de la libertad por la libertad sino en razón de la responsabilidad que significa ser libre. Toda pretensión de dominio es irresponsable de principio, no porque no calcule sus actos sino por no querer rendir cuentas de sus actos. Por eso encubre lo que hace: “muda sus actos en lo oscuro porque tiene culpas que esconder”. Con la aparición de las ciencias de la comunicación (que debieran llamarse ciencias de la manipulación), el encubrimiento se hace de modo estético: la mentira se hace bella, de modo que seduce. El discurso de la dominación se ha estetizado. Es una belleza que seduce y conquista (por eso, tal vez, se dice que el diablo no es feo sino sumamente bello).

Los medios se transforman en operadores políticos. La verdadera oposición es mediática, es decir, es virtual, no es real. Porque cuando se rapta la verdad se rapta también la realidad. Por eso el oponente es cínico: clama justicia el injusto, miente mientras asesina. Pilatos ya no necesita lavarse las manos. La telebasura no limpia nada pero tapa e inventa todo. Pero esto no puede hacerlo por siempre. Por eso hay esperanza, porque el control nunca es absoluto; porque siempre hay un resto que despierta. El mito de la caverna del Platón se ha hecho realidad con los medios: vivimos encadenados a un mundo de sombras. Las sombras nunca dialogan, porque son sólo eso: sombras. En un mundo de sombras no hay calor, porque no hay solidaridad, es decir, comunidad, sólo hay un mundo sombrío. Eso queda cuando desparece el diálogo de nuestras vidas y se impone el monólogo hueco de los sordos. Esa es la situación que producen los medios y que se manifiesta en la política: la imposibilidad de la comunicación. Cosa paradójica: en la era de la comunicación, esta ya no es posible. La imposibilidad de escuchar la razón del otro (que no soy yo) proviene de un solipsismo de la razón, cuyas figuras elocuentes son los promocionados por los medios: el ideal que se vende es un individuo ego-ista, que no sabe sino escuchar sólo la confirmación de sus certezas. El encierro nunca es solución sino la apertura. La comunicación humana tiene que refundarse a partir de una razón comunicativa. Lo cual significa operar una revolución en la racionalidad imperante. El tiempo de los especialistas ha entrado en crisis junto a la crisis económica global; las decisiones ya no pueden expropiarse sino, más bien, democratizarse. Por eso hay que adelantarse al cínico. Si no acepta la invitación al diálogo, hay que invitar a los demás que sí están dispuestos a dialogar, a superar los conflictos de modo racional,escuchándonos los unos a los otros.

La Paz, marzo de 2009
Rafael Bautista S.
Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA” y “LA MEMORIA OBSTINADA”
rafaelcorso@yahoo.com

http://evolucion-bolivia.blogspot.com/

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